Es lógico que, a partir de este fenómeno, el panorama tanto laboral como familiar, productivo como afectivo de toda la sociedad haya cambiado. Sin embargo, el impacto de este cambio en la crianza y educación de los niños ha sido poco estudiado. Las medidas que hemos dado en llamar «conciliación» son tímidas, y la disposición real de la sociedad a cambiar profundamente para adaptarse a las nuevas necesidades de las familias y de los niños parece escasa.
La crianza se ha visto, pues, convulsionada en dos sentidos aparentemente inversos pero complementarios: la salida de la mujer al mercado laboral y el acceso de la mujer al conocimiento de su sexualidad, el funcionamiento de su cuerpo, la concepción, la gestación, el parto, la lactancia, etc.
La maternidad ha cambiado, como la vida misma de las mujeres que arribamos a la contemporaneidad, sintiéndonos dueñas de nuestros destinos y de nuestros cuerpos e inmersas en modelos familiares y laborales bien distintos de los roles tradicionales.
Si los primeros feminismos luchaban por la incorporación de la mujer al trabajo y por el reconocimiento de nuestros derechos a la igualdad entre los sexos, hoy, aunque todavía tenemos que luchar contra muchas formas de discriminación, empezamos a darnos cuenta de que la igualdad real solo es posible cuando a la vez se respetan nuestros derechos a la diferencia, el respeto a las peculiaridades de nuestro ciclo reproductivo, y se incluye el respeto a los derechos de los bebés y niños.