Aquéllos que nos han amado nos modelan una y otra vez; y aunque el amor puede morir, para bien o para mal somos, no obstante, su obra. F. Mauriac
Las personas, en cuanto seres sociales, establecemos vínculos entre nosotros y con el entorno que nos rodea. Lazos que nos unen a las cosas y a otras personas. Podemos, en este sentido, establecer compromisos de origen tan diverso como laborales, ideológicos o afectivos. A través de estos vínculos nos unimos al exterior, y con ellos expresamos quiénes somos, qué pensamos o qué sentimos.
De entre las conductas que podemos imaginar con un fuerte vínculo de afecto y sentimiento están las que se desarrollan en la relación familiar. Existen muchas razones para ello, y no es difícil pensar en cosas tales como la vulnerabilidad, la necesidad de alimento o de protección que hace que el bebé busque el apego y la proximidad del otro. También los padres desarrollan respuestas para satisfacer las demandas del hijo/a, creando así un estrecho diálogo en lenguaje básicamente empático y sensitivo, no, verbal.
Podríamos pensar que lo que desde los momentos iniciales mueve al bebé a acercarse a la madre es la búsqueda de alimento, pero múltiples estudios nos demuestran que no es así. Una conocida experimentación realizada con primates (Harlow), demostró cómo los monitos preferían la muñeca mona construida con telas acogedoras, suaves y cálidas, aunque no diera leche, que la áspera mona de alambre que sí daba. Más allá del alimento, el acercamiento tiene pues una función de contacto afectivo.
El cachorro humano llega al mundo siendo un organismo inmaduro, en el sentido de no lograr cubrir por sí mismo las necesidades que garantizan su vida. A diferencia de otras especies mucho más autónomas (pensemos en un ternero o en un potrillo, capaces casi de inmediato de seguir a la manada), nosotros necesitaremos años para salir del “nido”.
Precisamente esta falta de autonomía hace que crezcamos y maduremos desde una particular relación de necesidad de los otros, donde el amoroso cuidado de los padres ocupará un lugar prioritario. Si el mamífero humano, en una situación de abandono físico, muere, las condiciones de desapego afectivo tienen consecuencias igualmente desastrosas.
En cierta forma necesitamos que la estrecha comunicación que tuvimos mientras fuimos gestados se prolongue tras el nacimiento y durante la primera infancia, mientras alcanzamos mayor independencia e individuación. Crecemos al interior de una relación donde tenemos que poder contar con el otro, que nos nutre física y afectivamente.
Autores como Portman, ya en 1944 afirmaban que nuestra especie requiere nueve meses de embarazo intrauterino y otros tantos de embarazo extrauterino. Reich hablaba del período crítico biofísico para resaltar las consecuencias de la falta de contacto en estos momentos de tan alta vulnerabilidad, así como otros muchos autores/as llaman nuestra atención sobre la importancia de los vínculos establecidos a través del afecto. Dicho de otro modo, del afecto como vehículo eje de la relación infantil.
Para sobrevivir, tal vez nos apañemos con lo imprescindible, pero para crecer sanos y felices no basta con que nos den el biberón y nos cambien los pañales a menudo. Nos es imprescindible el cariño que se expresa en el quehacer de todas estas cosas. En la delicadeza y ternura, en el sentimiento de placer del otro que disfruta de estar con nosotros, en la emoción que nos transmiten unos brazos y en tantas sutilezas que se esconden en el lenguaje no verbal. El afecto, anclado en lo primitivo, aparece como el medio a través del que nos llega una de las informaciones más básicas para el desarrollo posterior de la seguridad y satisfacción personal, la de saber desde la profundidad de nuestra alma que somos aceptados.
Yarrow, investigando sobre la ansiedad y la capacidad para superar y afrontar las frustraciones, encontró algunas correlaciones muy significativas que tienen que ver con las actitudes maternas. Así, por ejemplo, destaca: la intensidad del contacto físico que la madre da a su cría, la medida en que su forma de cogerla en brazos se adaptaba y acoplaba al ritmo del bebé, la capacidad de la madre para calmarle y tranquilizarle, la medida en que los materiales y experiencias brindadas al bebé se adaptaban a sus características individuales, el grado y manera en que lo estimulaba y alentaba y la frecuencia e intensidad con que los padres expresaban sentimientos positivos hacia él/ella.
«Para sobrevivir, tal vez nos apañemos con lo imprescindible, pero para crecer sanos y felices no basta con que nos den el biberón y nos cambien los pañales a menudo»
Fue Bowlby quien definió estas actitudes que garantizan el maternage como vínculo afectivo, al que otros autores llamaron preocupación maternal primaria (Winnicott) o urdimbre afectiva (Carballo).
Con ello se hace referencia a la actitud, en especial de la madre, para garantizar la calidad de este contacto tan importante a lo largo del primer año, donde en cierta manera el bebé se prolonga a través de otro ser humano que lo cuida y protege y, al mismo tiempo, organiza sus ciclos vitales permitiendo un desarrollo sin estrés en la medida que respeta su ritmo.
En este período, la madre encuentra a la biología de su parte, ya que los cambios hormonales tras el parto y durante la lactancia, al igual que el particular estado emocional que surge de una gestación y reencuentro amoroso con el hijo/a, la disponen a proseguir en esta aventura de la crianza desde una actitud más cercana de su propia sabiduría interna.
Cuando tenemos la posibilidad de observar o compartir la particular comunicación que se desarrolla entre un pequeño y sus padres, lo primero que vemos es cómo éstos se transforman. Cambian la forma de estar, la entonación de la voz, los gestos…; cambian para acercarse, intuyen de alguna manera el lenguaje que entiende su pequeño y, al mismo tiempo, son capaces de traducir a una velocidad casi instantánea lo que él o ella les dice con su sonrisa, llanto o movimientos.
Existe un saber que nos pertenece, y escucharlo nos da las claves para saber, desde el sentimiento, qué hacer y cómo desarrollar nuestra maternidad – paternidad. Es desde ahí que la madre busca espontáneas actitudes de recogimiento y contacto piel a piel y proximidad de su criatura, y desde donde con naturalidad disfruta de cuidar, acariciar, tocar, transportar, acunar, amamantar y jugar con su hijo o hija.
Algunas veces aparecen ciertos conflictos y reactividades a retomar la continuidad de una relación tan profunda tras el embarazo. Generalmente influye el que vivamos el parto como una ruptura más que como un paso o camino a otra forma de relación más compleja. En este sentido diríamos que salir fuera del cuerpo de la madre no constituye verdaderamente un nacer. Olvidamos que el nacimiento biológico es sólo el inicio de un nacimiento más tardío pero más cierto en el sentido de que será expresión de nuestra autonomía.
Los vínculos afectivos son muy sensibles, pues se han establecido sobre el sentimiento; por eso son delicados y pueden también romperse. Algunos factores alteran la conducta de apego, y en ellas podemos encontrar las consecuencias del rechazo o de las separaciones tempranas. Cuando no hubo deseo de la maternidad, la distancia entre madre e hijo/a se estableció desde bien temprano, y la incomunicación también.
Otras circunstancias involuntarias pueden hacer que la pareja madre-hijo/a se rompa brusca o traumáticamente, como por ejemplo un alumbramiento traumático o estresante tanto para la madre como para el bebé, cesáreas, complicaciones postparto, nacimiento prematuro…
Ante algunas de ellas se adoptan medidas que suponen la separación de la madre y la cría, como ocurre con la abusiva utilización de incubadoras, más que por verdadera necesidad, por “prevención”, desestimando el valor de la propia madre para esta función y violentando los sutiles lazos de la comunicación afectiva, motor esencial del desarrollo y el crecimiento, forzando a situaciones de separación temprana cuando no se está preparado para ello y, por tanto, dificultando la integración emocional.
Pero también hechos tan simples como que la madre no recoja a su bebé tras el parto sino que se le coloque en una cuna lejos de su mirada, las ropas que, por «cuestión de higiene», impidan la sensación de contacto piel a piel son ejemplos de esta torpe e innecesaria separación.
En otro nivel, el que una mujer disponga económica y laboralmente de un tiempo tan escaso y limitado plasma la falta de conciencia social a este respecto y la ignorancia sobre la repercusión en la Salud de la atención y cuidado infantil y del derecho al ejercicio de la maternidad y paternidad.
«A través del afecto sabemos, desde la profundidad de nuestra alma, que somos aceptados»
En comparación al embarazo, que suele ser un momento existencial idealizado social y afectivamente, la época de la crianza y lactancia (materna o no), aparece como algo más arduo, y puede ser fuente de contradicciones. Junto a la presión exterior, la inseguridad de afrontar algo nuevo o el temor a equivocarnos, aparece también el esfuerzo de la dedicación. Esta entrega, que sobre todo durante los primeros meses supone continuar con una actitud que garantice y mantenga una unidad similar a la del huevo, podrá ser bonita y entrañable, y por nada del mundo la dejaríamos de hacer, aunque indudablemente cansa y a veces llega a ser irritante. Somos humanos; reconocer nuestros límites no nos resta valor.
«Más allá del alimento, el acercamiento tiene una función de contacto afectivo»
Cuando vemos a nuestro hijo/a en el mundo, cuando ya no está en nosotras, sentimos el vacío de su ausencia en las entrañas, aunque paradójicamente sentimos que esto no es exactamente así, pues nos necesita como antes. Ahora aparecen múltiples “cordones umbilicales”. Por tanto, no nos libera, y el hecho de seguir dando nuestro tiempo y dedicación puede llegar a vivirse como opresión e incluso sometimiento al hijo, temor a mal criarlo y debilitarlo…
Tal vez nos ayude pensar que es en este momento cuando la dependencia del otro es real; nuestra disponibilidad y dedicación tiene todo su sentido funcional, toda su utilidad, y forma parte del camino para adquirir la fortaleza y seguridad en uno mismo para alcanzar la autonomía.
María Montero-Ríos Gil es psicóloga clínica y pedagoga, y miembro de la Escuela Española de Terapia Reichiana. Desarrolla su labor profesional en Valencia, en el campo de las dificultades emocionales en adultos, así como en la infancia y en la adolescencia. A nivel educativo participa en actividades de orientación a padres y madres y profesionales de la salud y la educación.
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